domingo, 9 de octubre de 2016

...Y entonces, ¿para qué la Filosofía?

SENTIDO Y NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA.

Después de lo visto hasta ahora, ¿te atreves a contestar tú a la pregunta ¿Por qué Filosofía? He aquí nuestro primer proyecto. Tenéis aproximadamente una semana para realizar un trabajo sobre este tema. Para ello, deberéis organizaros en grupos de dos o tres personas. Tenéis libertad para elegir el formato en el que queréis presentar a la clase vuestras conclusiones: Power Point, Prezi, vídeo (entrevistas, por ejemplo), música...
El siguiente fragmento extraído del libro de Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, os podrán servir de referencia. 

«La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas ideas muy comunes que todos nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas. Un historiador puede preguntarse qué sucedió en tal momento del pasado, pero un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? Un matemático puede investigar las relaciones entre los números pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número? Un físico se preguntará de qué están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo podemos saber que hay algo fuera de nuestras mentes? Un psicólogo puede investigar cómo los niños aprenden un lenguaje, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo? Cualquiera puede preguntarse si está mal colarse en el cine sin pagar, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una acción es buena o mala? ». En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a preguntas suscitadas por lo real. Pero a tales preguntas las ciencias brindan soluciones., es decir, contestaciones que satisfacen de tal modo la cuestión planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica funciona como tal ya no tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser interesante (una vez establecido que la composición del agua es H2O deja de interesarnos seguir preguntando por la composición del agua y este conocimiento deroga automáticamente las otras soluciones propuestas por científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de nuevos interrogantes). En cambio, la filosofía no brinda soluciones sino respuestas las cuales no anulan las preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos planteándonoslas una y otra vez: por muchas respuestas filosóficas que conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justicia o qué es el tiempo, nunca dejaremos de preguntarnos por el tiempo o la justicia ni descartaremos como ociosas o «superadas» las respuestas dadas a esas cuestiones por filósofos anteriores. Las respuestas filosóficas no solucionan las preguntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así...) sino que más bien cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos ayudan a seguir preguntándonos, a preguntar cada vez mejor, a humanizarnos en la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre sino el animal que pregunta y que seguirá preguntando más allá de cualquier respuesta imaginable?



Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las que se hace la ciencia; otras creemos imposible que lleguen a ser nunca totalmente solucionadas y responderlas -siempre insatisfactoriamente - es el empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas preguntas empezaron siendo competencia de la filosofía -la naturaleza y movimiento de los astros, por ejemplo- y luego pasaron a recibir solución científica. En otros casos, cuestiones en apariencia científicamente solventadas volvieron después a ser tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimuladas por dudas filosóficas (el paso de la geometría euclidiana a las geometrías no euclidianas, por ejemplo). Deslindar qué preguntas parecen hoy pertenecer al primero y cuáles al segundo grupo es una de las tareas críticas más importantes de los filósofos... y de los científicos. Es probable que ciertos aspectos de las preguntas a las que hoy atiende la filosofía reciban mañana solución científica, y es seguro que las futuras soluciones científicas ayudarán decisivamente en el replanteamiento de las respuestas filosóficas venideras, así como no sería la primera vez que la tarea de los filósofos haya orientado o dado inspiración a algunos científicos. No tiene por qué haber oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menosprecio, entre ciencia y filosofía, tal como creen los malos científicos y los malos filósofos. De lo único que podemos estar ciertos es que jamás ni la ciencia ni la filosofía carecerán de preguntas a las que intentar responder... Pero hay otra diferencia importante entre ciencia y filosofía, que ya no se refiere a los resultados de ambas sino al modo de llegar hasta ellos. Un científico puede utilizar las soluciones halladas por científicos anteriores sin necesidad de recorrer por sí mismo todos los razonamientos, cálculos y experimentos que llevaron a descubrirlas; pero cuando alguien quiere filosofar no puede contentarse con aceptar las respuestas de otros filósofos o citar su autoridad como argumento incontrovertible: ninguna respuesta filosófica será válida para él si no vuelve a recorrer por sí mismo el camino trazado por sus antecesores o intenta otro nuevo apoyado en esas perspectivas ajenas que habrá debido considerar personalmente. En una palabra, el itinerario filosófico tiene que ser pensado individualmente por cada cual, aunque parta de una muy rica tradición in- telectual. Los logros de la ciencia están a disposición de quien quiera consultarlos, pero los de la filosofía sólo sirven a quien se decide a meditarlos por sí mismo.



Dicho de modo más radical, no sé si excesivamente radical: los avances científicos tienen como objetivo mejorar nuestro conocimiento colectivo de la realidad, mientras que filosofar ayuda a transformar y ampliar la visión personal del mundo de quien se dedica a esa tarea. Uno puede investigar científicamente por otro, pero no puede pensar filosóficamente por otro... aunque los grandes filósofos tanto nos hayan a todos ayudado a pensar. Quizá podríamos añadir que los descubrimientos de la ciencia hacen más fácil la tarea de los científicos posteriores, mientras que las aportaciones de los filósofos hacen cada vez más complejo (aunque también más rico) el empeño de quienes se ponen a pensar después que ellos. Por eso probablemente Kant observó que no se puede enseñar filosofía sino sólo a filosofar: porque no se trata de transmitir un saber ya concluido por otros que cualquiera puede aprenderse como quien se aprende las capitales de Europa, sino de un método, es decir un camino para el pensamiento, una forma de mirar y de argumentar.

«Sólo sé que no sé nada», comenta Sócrates, y se trata de una afirmación que hay que tomar -a partir de lo que Platón y Jenofonte contaron acerca de quien la profirió- de modo irónico, «Sólo sé que no sé nada» debe entenderse como: «No me satisfacen ninguno de los saberes de los que vosotros estáis tan contentos. Si saber consiste en eso, yo no debo saber nada porque veo objeciones y falta de fundamento en vuestras certezas. Pero por lo menos sé que no sé, es decir que encuentro argumentos para no fiarme de lo que comúnmente se llama saber. Quizá vosotros sepáis verdaderamente tantas cosas como parece y, si es así, deberíais ser capaces de responder mis preguntas y aclarar mis dudas. Examinemos juntos lo que suele llamarse saber y desechemos cuanto los supuestos expertos no puedan resguardar del vendaval de mis interrogaciones. No es lo mismo saber de veras que limitarse a repetir lo que comúnmente se tiene por sabido. Saber que no se sabe es preferible a considerar como sabido lo que no hemos pensado a fondo nosotros mismos. Una vida sin examen, es decir la vida de quien no sopesa las respuestas que se le ofrecen para las preguntas esenciales ni trata de responderlas personalmente, no merece la pena de vivirse». O sea que la filosofía, antes de proponer teorías que resuelvan nuestras perplejidades, debe quedarse perpleja. Antes de ofrecer las respuestas verdaderas, debe dejar claro por qué no le convencen las respuestas falsas. Una cosa es saber después de haber pensado y discutido, otra muy distinta es adoptar los saberes que nadie discute para no tener que pensar. Antes de llegar a saber, filosofar es defenderse de quienes creen saber y no hacen sino repetir errores ajenos. Aún más importante que establecer conocimientos es ser capaz de criticar lo que conocemos mal o no conocemos aunque creamos conocerlo: antes de saber por qué afirma lo que afirma, el filósofo debe saber al menos por qué duda de lo que afirman los demás o por qué no se decide a afirmar a su vez. Y esta función negativa, defensiva, crítica, ya tiene un valor en sí misma, aunque no vayamos más allá y aunque en el mundo de los que creen que saben el filósofo sea el único que acepta no saber pero conoce al menos su ignorancia.

¿Enseñar a filosofar aún, a finales del siglo XX, cuando todo el mundo parece que no quiere más que soluciones inmediatas y prefabricadas, cuando las preguntas que se aventuran hacia lo insoluble resultan tan incómodas? Planteemos de otro modo la cuestión: ¿acaso no es humanizar de forma plena la principal tarea de la educación?, ¿hay otra dimensión más propiamente humana, más necesariamente humana que la inquietud que desde hace siglos lleva a filosofar?, ¿puede la educación prescindir de ella y seguir siendo humanizadora en el sentido libre y antidogmático que necesita la sociedad democrática en la que queremos vivir? De acuerdo, aceptemos que hay que intentar enseñar a los jóvenes filosofía o, mejor dicho, a filosofar. Pero ¿cómo llevar a cabo esa enseñanza, que no puede ser sino una invitación a que cada cual filosofe por sí mismo? Y ante todo: ¿por dónde empezar?























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